Vísperas del amanecer del 6 de abril del año 30
Jesús me sorprendió cuando alimentaba la hoguera con una nueva carga de leña. -Jasón -me dijo-, ¿no duermes? Sabes de la dureza de las próximas horas. Deberías descansar como todos los demás...
Sentado junto al fuego le miré con curiosidad, al tiempo que le invitaba a responder a una pregunta que llevaba dentro desde que le había visto alejarse hacia el olivar:
-Maestro, ¿por qué un hombre como tú necesita de la oración...? Porque, si no estoy equivocado, eso es lo que has hecho durante este tiempo...
El Galileo dudó. Y antes de responder, volvió a sentarse, pero esta vez junto a mi.
-Dices bien, Jasón. El hombre, mientras padece su condición de mortal, busca y necesita respuestas. Y en verdad te digo que esa sed de verdad sólo puede aplacarla mi Padre. Ni el poder, ni la fama, ni siquiera la sabiduría, conducen al hombre al verdadero contacto con el reino del Espíritu. Es por la oración cómo el humano trata de acercarse al infinito. Mi espíritu empieza a estar afligido y yo también necesito del consuelo de mi Padre.
-¿Es que la verdadera sabiduría está en el reino de tu Padre?
-No... Mi Padre es la sabiduría.
Jesús recalcó la palabra «es» con una fuerza que no admitía discusión.
-Entonces, si yo rezo, ¿puedo saciar mi curiosidad e iluminar mi espíritu?
-Siempre que esa oración nazca realmente de tu espíritu. Ninguna súplica recibe respuesta, a no ser que proceda del espíritu. En verdad, en verdad te digo que el hombre se equivoca cuando intenta canalizar su oración y sus peticiones hacia el beneficio material propio o ajeno.
Esa comunicación con el reino divino de los seres de mi Padre sólo obtiene cumplida respuesta cuando obedece a una ansia de conocimiento o consuelo espirituales. Lo demás -las necesidades materiales que tanto os preocupan- no son consecuencia de la oración, sino del amor de mi Padre.
-¿Por eso has insistido tanto en aquello de «buscar el reino de Dios y su justicia...»?
-Si, Jasón. El resto siempre se os da por añadidura...
-¿Y cómo debemos pedir?
-Como si ya se os hubiera concedido. Recuerda que la fe es el verdadero soporte de esa súplica espiritual.
-Dices que la oración -así formulada- siempre obtiene respuesta. Pero yo sé que eso no siempre es así...
El Galileo sonrió con benevolencia.
-Cuando las oraciones provienen en verdad del espíritu humano, a veces son tan profundas que no pueden recibir contestación hasta que el alma no entra en el reino de mi Padre.
-No comprendo...
-Las respuestas, no lo olvides, siempre consisten en realidades espirituales. Si el hombre no ha alcanzado el grado espiritual necesario y aconsejable para asimilar ese conocimiento emanado del reino, deberá esperar -en este mundo o en otros- hasta que esa evolución le permita reconocer y comprender las respuestas que, aparentemente, no recibió en el momento de la petición.
-¿Esto explicaría ese angustioso silencio que parece constituir en ocasiones la única respuesta a la oración?
-Sí. Pero no te confundas. El silencio no significa olvido. Como te he dicho, todas las súplicas que nacen del espíritu obtienen respuesta. Todas... Déjame que te lo explique con un ejemplo: el hijo está siempre en el derecho de preguntar a sus padres, pero éstos pueden demorar las respuestas, a la espera de que el infante adquiera la suficiente madurez como para comprenderlas.
»La gran diferencia entre los padres humanos y nuestro Padre verdadero está en que aquellos olvidan a veces que están obligados a contestar, aunque sea al cabo de los años.
-Según esto, cuando muramos, todos seremos sabios...
-Insisto que la única sabiduría válida en el reino de mi Padre es la que brota del amor.
Después de gustar la muerte, nadie será sabio si no lo ha sido antes en vida...
-¿Debo pensar entonces que la demora en la respuesta a mis súplicas es señal de mi progresivo avance en el mundo del espíritu?
Jesús me miró con complacencia.
-Hay infinidad de respuestas indirectas, de acuerdo con capacidad mental y espiritual del que pide. Pero, cuando una súplica queda temporalmente en blanco, es frecuente presagio de una contestación que llenará, en su día, a un espíritu enriquecido por la evolución.
-¿Por qué resulta todo tan complejo?
-No, querido amigo. El amor no es complicado. Es vuestra natural ignorancia la que os precipita a la oscuridad y la que os inclina a una permanente justificación de vuestros errores.
Guardé silencio. Aquel hombre llevaba razón. Sólo los hombres tratan desesperadamente de justificarse y justificar sus fracasos...
Levanté la vista hacia las estrellas y señalándole aquella maravilla, le dije:
-¿Qué sientes ante esta belleza?
El Galileo elevó también sus ojos hacia el Firmamento y respondió con melancolía:
-Tristeza...
-¿Por qué?
-Si el hombre no es capaz de recibir en su alma la grandeza de esta obra, ¿cómo podrá captar la belleza de Aquél que la ha creado?
-¿Es Dios tan inmenso como dices?
-Más que pensar en la inmensidad de mi Padre, debes creer en la inmensidad de su promesa divina. Rebasa el espíritu del hombre y llega a producir vértigo en las legiones celestiales...
-Ya me lo explicaste, pero, ¿de verdad el acceso al reino de tu Padre está al alcance de todos los mortales?
-El reino de nuestro Padre -me corrigió Jesús- está en el corazón de todos y cada uno de los seres humanos. Sólo los que despiertan a la luz del evangelio lo descubren y penetran en él.
-Entonces, ¿todas las religiones, credos o creencias pueden llevarnos a la verdad?
-La verdad es una y nuestro Padre la reparte gratuitamente. Es posible que el gusto y la belleza puedan ser tan caros como la vulgaridad y la fealdad, pero no sucede lo mismo con la verdad: ésta sí es un don gratuito que duerme en casi todos los humanos, sean o no gentiles, sean o no poderosos, sean o no instruidos, sean o no malvados...
-¿A quién aborreces más?
-En el corazón de mi Padre no hay lugar para el odio... Deberías saberlo. Guárdate sólo de los hipócritas, pero no viertas jamás en ellos el veneno de la venganza.
-¿Quién es hipócrita?
-Aquel que predica la vía del reino celestial y, en cambio, se instala en el mundo. En verdad te digo que los hipócritas engañan a los simples de corazón y no satisfacen más que a los mediocres.
-¿A quién estimas más: a un hombre espiritual o a un revolucionario?
El Maestro sonrió, un tanto sorprendido por mi pregunta. Y posando su mano izquierda sobre mi hombro, repuso con firmeza:
-Prefiero al hombre que actúa con amor...
-Pero, ¿quién puede llegar a amar más?
-Pregunta mejor, ¿quién puede llegar a comprender más?
-¿Quién?
-Aquel que es capaz de amarlo todo. Pero, ¡ojo! Jasón, aquel que ama de verdad no coloca la palabra «amor» sobre su puerta, tratando de justificarse ante el mundo. Y el que da, tampoco escribe la palabra «caridad» para que todos le reconozcan. Cuando alguna vez veas esas palabras, desvergonzadamente ostentadas en el mundo, no dudes que tienen la única finalidad de enriquecer y ensalzar a cuantos las esgrimen y airean.
»EI reino de mi Padre es semejante a una mujer que llevaba un cántaro lleno de harina. Mientras marchaba por un camino apartado se le rompió el asa y la harina se derramó detrás de ella por el camino. La mujer no se dio cuenta y no supo su desgracia. Cuando llegué a su casa depositó el cántaro en tierra y lo encontró vacío.
-¡Aquel que es capaz de amarlo todo!...
-repetí con un ligero movimiento de cabeza-. ¡Qué difícil es eso...!
-Nada hay difícil para el que ha aprendido a ceder.
-Pero, ¿qué me dices de las injusticias? ¿También debemos aprender a amar a los que nos humillan o tiranizan?
-Cuando llegue el caso, pide explicaciones a tu hermano, pero nunca le odies. Sólo cuando miréis a vuestros hermanos con caridad podréis sentiros contentos.
-Ahora empiezo a comprender -comenté casi para mí mismo- por qué mi mundo se siente infeliz...
-El mayor error de tu mundo -repuso Jesús- es su falta de generosidad. El que conoce y practica el amor no suele tener necesidad de perdonar: siempre está dispuesto a comprenderlo todo.
-Puede que estés en lo cierto, pero siempre pensé que el gran error de nuestro mundo era su «empacho» tecnológico...
El Nazareno me miró con una inagotable afabilidad.
-Debéis tener paciencia y confiar. La humanidad, a veces, se emborracha y embota con sus propios hallazgos y triunfos, olvidando que su auténtico estado natural reside en la serenidad de su espíritu. El día que despierte de tan pesado letargo volverá sus ojos al sendero del amor: el único que conduce a la verdadera sabiduría.
El cansancio empezaba a apoderarse de ambos y, de mutuo acuerdo, decidimos descansar las escasas horas que restaban ya para el alba. Mientras me envolvía en el manto, acomodándome lo mejor que pude bajo uno de los olivos, una estrella fugaz -una «lírida»- cruzó frente a las estrellas Kappa Lyrae y Nu Herculis, rasgando el velo del firmamento y el de mi profunda melancolía.
Sin proponérmelo, había empezado a amar a aquel hombre...
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Extraído del libro: Caballo de Troya
Escrito por J. J. Benítez